He dejado pasar el tiempo para que mis sentimientos y mi mente se aquieten. Es que al salir de la casa del arupo florido se partió mi corazón y me ha supuesto mucho valor y decisión recomponerlo. Una antigua técnica japonesa manda que se peguen las valiosas porcelanas rotas con soldaduras de barniz de resina espolvoreadas con polvo de metales preciosos, que lejos de intentar eliminar las marcas del daño, las muestran victoriosas haciendo el objeto más bello. Ahora con la soldadura de los recuerdos de mi niñez y juventud voy pegando las piezas de mi corazón.
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Hablar de mi barrio es hablar de uno de los rincones más bonitos y entrañables de Latacunga. Ubicado en la frontera del centro histórico, flanqueado por dos gigantes, al norte las grandes murallas de piedra pómez de la Cárcel, al sur el enorme edificio de los Molinos Poultier, al este la Belisario Quevedo y al oeste y muy abajo, el río Cutuchi.
Como mi padre dijo alguna vez: “San Sebastián, mi barrio, era el centro del universo“. Del mismo modo puedo decir que mi barrio era el centro del universo, un hermoso lugar donde la vida transcurría particularmente tranquila y feliz.
El barrio tenía su origen en un proyecto de vivienda del Seguro Social. El buen gusto y sencillez con que fue concebida aquella manzana, hizo que se convirtiera en un imán y muy pronto se pobló de los mejores vecinos del mundo.
Así nuestro barrio, que rompía con la tradición de las casonas del centro histórico, con sus verjas bajas y grandes ventanales, se convirtió en un alegre reducto con las pequeñas puertas de calle abiertas, donde muchos niños entraban y salían como si fueran los dueños absolutos del lugar.
Esa preciosa convivencia era posible, por la presencia de madres y abuelas que estaban de planta en sus casas y que prodigaban cuidados, golosinas y una que otra reprimenda al simpático grupo de niños que como rondador deambulan por las aceras en bulliciosa comparsa.
Qué hubiera sido de nuestro barrio, de la calle 2 de Mayo y Marqués de Maenza si no hubieran estado al frente de nuestra casa el querido Jaime Vázconez, saludando alegre, su voz ronca daba cuenta de su amistad profunda con el cigarrillo, cuyo humo subía incansable al infinito. Era un caballero a carta cabal y nos traía la leche fresca de Nintanga.
El Mocho Maldonado, otro SEÑOR, con mayúsculas, dueño del mejor árbol de capulí de los alrededores o la Blanquita Vázconez, cuyas manos eran capaces de hacer realidad los sueños.
Qué decir de la Cornelita Miño, tan afectuosa. Cuando era chiquita era un premio que mi mamá de dejara ir a su casa para traer algún encargo. A mis cinco años me dio el mejor regalo del mundo, sobre un charol plateado y brillante un perrito negro de verdad con un gran lazo rojo, mis ojos se abrieron como platos incrédulos ante aquel obsequio soñado. Ese día conocí el significado de las palabras ilusión y gratitud…
Nuestros días eran mágicos, salíamos muy temprano al jardín para construir acequias, sembrar plantas, recoger flores, caminar sobre el taxo, subir al arupo florido que era el camino al cielo, de ahí, un salto a la losa del garaje desde donde saludábamos a todos los vecinos.
-¡Buenos días Susanita! – ¡Jesús! ¡Bájense del árbol vecinitos, va a pasar una desgracia!
-¡Buenos días Esmeraldita! – ¡Bájense del techo guagüitos, se van a matar!
-¡Buenos días Luchito! – ¡Caramba! ¡Bájense de las alturas muchachos, ya les aviso a sus papás…!
Esperábamos todas las mañanas y las tardes saludar al señor Olmedo, que siempre nos respondía con la máxima cortesía y una sonrisa en los labios.
Y así con todos los vecinos, y los que sufrían de vértigo viendo a mi hermano coronar los tejados, desfilaban timbrando en la casa para dar la voz de alarma a mi mamá.
Un día de juegos y travesuras mi hermano metió la cabeza en la reja de hierro de la puerta de calle y no salió más. ¿Quién podría liberarle del autoimpuesto cautiverio? No hubo vacilación ¡El Maestro Chávez!, grande, moreno con un abundante pelo absolutamente blanco, era el mismísimo Vulcano dios de la forja. En pocos minutos lo sacó de su prisión, nuestra gratitud y admiración fueron eternas.
Como el señor Sandoval era tan aventurero, el día domingo estaba dedicado a las excursiones. Mi mamá había previsto que hiciéramos cualquier cosa, pero después de la misa. Así nos llevaba a las siete de la mañana a la capilla del Hospital General, que quedaba cruzando la calle, donde el padre Terán oficiaba la ceremonia para los enfermos y las Hermanas de la Caridad. Si bien es cierto era un lugar donde había mucho dolor, pero también mucha belleza, pues los largos corredores se iluminaban con la luz potente de la mañana y la misa particularmente daba cuenta del misterio sublime que se realizaba para un auditorio tan pequeño y privilegiado a la vez.
Llegó la Navidad al barrio y en un destello de creatividad sublime, la Irlandita creó un “Nacimiento Cósmico” y los niños con nuestras mamás desfilábamos por su casa para ver su fantástica obra. Suspendidos en el aire, los nueve planetas en órbita alrededor del Sol y dentro de la Tierra, un Belén, un conjunto lleno de simbolismo maravilloso. Ella explicaba su creación y nosotros la mirábamos absortos y muy orgullosos de tenerla como vecina.
Ya he dicho que una de las fronteras del barrio era el río Cutuchi, la Marqués de Maenza y la Rumiñagui se prolongan en picada desde las Dos de Mayo casi hasta sus orillas, donde por cierto, estaban las mejores panaderías del sector. Lógico es pensar que innumerables carreras de coches de madera se dieron en la vertiginosa bajada, y muy conocidos y admirados fueron los temerarios e imbatibles panaderos.
En ese entonces, Latacunga era chiquita y en las fiestas de noviembre los entusiastas organizaban la carrera automovilística, Circuito Ciudad de Latacunga. El tramo más espectacular y bullicioso acontecía en nuestro barrio, los autos venían por la Panamericana y bajaban al puente del Cutuchi donde derrapaban peligrosamente en un giro mortal en el empedrado para subir como un suspiro por la Rimiñahui, donde las leyes de la física habían determinado un salto de vértigo frente a los Molinos Poultier. Yo no veía nada, pero el nombre de Augusto Custode iba de boca en boca con admiración.
¡Qué decir del Carnaval! Ay Dios mío, qué daría por regresar un instante en el tiempo. Los bandos estaban bien definidos, la Luz Chuquitarco, mi hermano y yo defendíamos con pundonor nuestra casa; la Rogelia Guerra y el tío Pepe se atrincheraban en la casa del Mocho Maldonado. Y, ¡Sálvese quien pueda! Nuestra estrategia era mojarnos hasta los huesos antes del combate, así minimizar daños y avanzar con valor cruzando la calle hasta entrar en territorio enemigo. Casi siempre terminábamos vencidos, prometiendo que el próximo año habría el desquite. Mi mamá, nos consolaba con chocolate caliente para recomponer el cuerpo y el alma.
A mi barrio no le faltaba nada, dos tiendas, la del señor Vaca y la de la señora Vásquez nos abastecían de una respetable gama de provisiones esenciales, como los palitos de La Universal, los chiclets Adams, las frunas, las bebas o los k-chitos.
Del mismo modo la botica Santa Marianita, otra de las joyas del barrio de nuestro vecino Marquito Villacís tan amable con todos, constituía un referente importantísimo de nuestra frontera norte.
Llegaban las vacaciones con sus cielos azules y la visión maravillosa e insuperable del Iliniza Sur desde la Dos de Mayo, ansiado tiempo de libertad. Mi entrañable amiga Tere y yo desempolvábamos los patines en julio y no nos los sacábamos hasta octubre cuando volvíamos al colegio con pena.
Así comenzaba un ir y venir por la vereda, cruzando la calle de cantos rodados a la vereda de la cárcel y de allí al parque de la Filantropía donde pasábamos horas interminables conversando de todo y de nada y volando en ocho ruedas a mundos distantes. A las 12 en punto era el almuerzo y con la sirena de los Molinos Poultier, regresábamos a la casa para volver en la tarde al parque y de ahí a donde la Cleito Maldonado casi siempre para jugar cartas, ella nos esperaba tan bondadosa con alguna golosina. Memorables siempre fueron sus roscones de dulce.
El 11 de Noviembre no era indiferente para nuestro barrio, pues las bandas Municipal, de la Policía o del Ejército se turnaban alegremente para darle serenata al señor Sandoval, él había sido el promotor de la primera Mama Negra y había organizado la segunda, hecho que se quedó gravado en el corazón del Barrio Centro desde donde llegaban hasta nuestra casa para festejar la iniciativa y el apoyo incondicional que La Gaceta dio a esta hermosa manifestación folclórica de nuestra tierra.
Eran los primeros días de diciembre, y en un capricho de la naturaleza, nuestro arupo que había retrasado su floración que era a fines de octubre, se encontraba en su máximo esplendor; sus flores de un rosado profundo invitaban a la contemplación. Subidos en nuestro castillo, veíamos el cielo, y el cariñoso juego del viento con las flores daba cuenta de un mundo mágico que nadie nos podía arrebatar.
De un solazo abrumador, pasamos a un cielo oscuro y tenebroso, rayos y truenos desencadenaron su furia, se desató el aguacero con una granizada legendaria. Absortos veíamos el espectáculo, los pedriscos cortaban las flores que caían indefensas sobre el manto blanco. Muy pronto una alfombra de inigualable belleza se formó en el jardín y frente a nuestra casa. Aquel día el barrio despedía a la Holita Varea, su cortejo fúnebre pasó sobre la bella alfombra como un epílogo de la fragilidad de la vida.
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Sería interminable hablar de todas las historias de mi barrio, sería interminable nombrar a tantas personas tan queridas y bondadosas.
Que estas líneas sirvan de homenaje a un lugar que destacó por su belleza y que en los últimos años ha sufrido cambios que alteraron su esencia y tranquilidad.