Ésta es una historia verdadera, habla de un niño latacungueño que vivió los días más felices de su vida en los años 80, cuando no habían celulares ni playstation y los números de teléfono de las enamoradas se aprendían de memoria; en esa época todos tenían en la cabeza un enorme software con capacidad ilimitada de contactos.
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Era el parque de la Filantropía donde se desarrollaba la vida de muchos niños y jóvenes de los barrios aledaños, los reyes, amos y señores de este lugar eran los famosos Heavys, un grupo disque “roquero” dirigido por el duro de la General Maldonado y Dos de Mayo, el famoso y temerario Bombín, un chico robusto e hiperactivo, al que los más pequeños tenían verdadero terror, pues eran víctimas de sus bromas pesadas. Un personaje inalcanzable, que les impresionaba con sus bruscos movimientos heavy metaleros, su sola presencia imponente despertaba temor y respeto en la atmósfera de ese jardín.
Una idea arriesgada
Un día en que se hacían arreglos en las jardineras del parque, con un ladrillo y una tabla los pequeños construyeron una improvisada rampa. Los niños delirantes daban las vueltas por las largas camineras, llegaban al punto de la rampa a toda velocidad y volaban con sus bicicletas, al pasar el gusto de la dificultad de ese obstáculo, decidieron poner otro ladrillo, los temerarios con recelo saltaban pero ya no había la confianza para entrar a la rampa tan rápido como antes. Pero siempre había el inquieto al que nada le daba miedo y entraba a toda velocidad.
Fue así que con voz de asombro, el famoso Bombín que había visto desde lejos el despliegue de valor, dijo: – ¡Pongan otro ladrillo encima!, la rampa se hizo complicada y tan solo unos tres intrépidos se atrevieron a pasarla, al ver el interés del Gran Jefe del parque en estas hazañas, los más chiquitos trataban de impresionarlo; pero al cuarto ladrillo comenzaron los heridos, muchos se clavaron de cabeza, las risotadas del Bombín no se hicieron esperar, – ¡Ya se fue otro de trompa!
Los pocos intrépidos que quedaron no se querían dar por vencidos, entre ellos había un súper aniñado, al que en Navidad le habían regalado una bici moto y una preciosa y casi blindada chompa de jean con forro de borrego, una armadura que lo volvía inmortal ante las caídas y cualquier percance, su nave era una bicicleta con aspecto de moto, que inclusive tenía suspensión y resorteaba cómodamente en los saltos, el dueño pasaba riendo la rampa. Pero muy de cerca lo seguía el más omoto del parque, uno que más parecía ratón con piola, por su tamaño y agilidad, su tesoro era una mini bicicleta blanca, bien llamada “la coneja” por todo el barrio.
La coneja
La famosa coneja era una bicicleta pesada, de hierro puro, de la marca italiana Olmo y a pesar de la poca tecnología y ser casi un triciclo, su jinete e intrépido pedalista lograba superar a los rivales y fue así que llegó al quinto ladrillo. Lastimosamente su audacia no le sirvió de mucho, pues muy pronto por la altura de la rampa y por las condiciones obsoletas de su caballito de acero, rompió los tubos de las vetustas llantas y quedó prácticamente fuera del juego, una escena dramática que hasta al mismo Bombín conmovió.
El aniñado de la bici moto seguía en el juego, en el estaban puestas las esperanzas, pero en el momento que intentó saltar el quinto ladrillo, dio un frenazo a raya, paró y recapacitó al ver que su vida corría grave peligro y desertó de la prueba.
Con voz fuerte y profunda el Bombín le ordenó: – ¡Si vos eres tan miedoso, préstale la bici al omoto para que salte!, con miedo, temeroso el aniñado entregó la bici al ratoncito y con voz baja lo amenazó al oído diciéndole, que si le pasara algo a su nave, le rompería las muelas, y fue así que al subirse prácticamente sin alcanzar los pedales, al dar la vuelta tomó viada y voló sin ningún problema.
Bombín grito fuertemente – ¡Pónganle un ladrillo más!, ya eran seis, con incertidumbre y miedo veían los espectadores que el pequeño pedalista tomaba viada y volaba con los pies en el aire, al caer todos lo aclamaban y lo levantaban en hombros.
Decidido y con firme voz gritó el líder, – ¡Pongan uno más!, Era el último ladrillo que quedaba. – ¿Seguro?, le decían, – ¡Ya son siete ladrillos, verás! Sin dudar increpó, -¡Pongan otro, les digo!
Un total silencio se apoderó del parque, en el que únicamente se podía escuchar el viento y el caer de las hojas, y de repente el minúsculo piloto que se perdía en medio de la gran bici moto, apareció en la curva y de manera veloz se acercó a la rampa y pegando un brinco hacia el cielo, dejó con la boca abierta a todo el mundo, cayó en tierra, seguro en un espectáculo único, digno de un circo. Fue tal la hazaña, que el Bombín se le acercó en persona a felicitarlo, reconociendo que tal acto de valentía ameritaba que el dueño del parque le extendiera su singular respeto y le nombró, el “Siete Ladrillos”.
El espectáculo continúa
Aquel salto al cielo fue un aperitivo para el Bombín, que ordenó a su séquito de confianza, se echen al lado de la rampa para que el diminuto piloto los volara por encima, y fue así que vuelta a vuelta cada vez saltaba a más miembros de los Heavys, hasta que eran casi cinco, nadie quería ser el último por miedo a que lo atropellen y como única opción colocó al más avezado y valiente, al famoso Gato, al que sin duda le pisaron la colita, porque la distancia era enorme.
Fue así que el ratoncito ganó su lugar en el parque de la Filantropía, en donde sus legendarios saltos se festejaban en la tienda esquinera de la famosa Doña Leonor García, quien era muy conocida por sus delicias y su firme temperamento que ponía en orden a todos los malcriados y en especial al temerario Siete Ladrillos.