Era un día sumamente caluroso, el termómetro indicaba 30 grados pero parecía que estuviéramos cerca del sol.
Quienes salimos a la calle aquel día nos la ingeniamos para llevar agua, una gorra , ropa ligera y todo lo necesario para sobrevivir a tal temperatura. Había gente con sandalias, shorts, faldas, camisetas, vestidos, incluso algunos más osados con el torso descubierto.
En aquella estación del metro, se distinguía desde lo lejos una figura que parecía haber salido de un lugar completamente ajeno y de un tiempo distante. Un espeso y negro velo la cubría desde la cabeza hasta los pies, dejando únicamente a la vista sus ojos, manos y zapatos deportivos. En medio de aquel ambiente de verano, la presencia de aquella mujer distorsionaba completamente.
Me conmoví con ella y un sin número de interrogantes me invadieron. Me pregunté si se sentiría contenta con su realidad o si habría deseado en algún momento de su vida ser una más de las mujeres que lucían con tranquilidad y una buena dosis de comodidad aquellas faldas, shorts y blusas escotadas en aquella estación del metro. Me pregunté si además de la vestimenta habría tenido que enfrentar otras prohibiciones con respecto a su rol en la familia, su educación o incluso su forma de ser. Me pregunté si era feliz…
Nunca lograré contestar aquellas interrogantes, pero lo único que tengo claro es que vestir aquella burka no fue del todo su decisión, sino consecuencia del lugar donde tuvo la suerte de haber nacido, de su religión y su cultura. Aquella mujer aprendió desde niña que debía ocultar su rostro y cuerpo porque debía demostrar decoro y modestia para evitar incitar las tentaciones de los hombres, porque de no hacerlo estaría atentando contra sus principios e incluso podría sufrir represalias.
Esta y muchas otras más son las imposiciones que se camuflan con el nombre de tradiciones. Cuesta trabajo pensar que hasta el día de hoy se practican y siguen siendo razón de sumisión, humillación y maltrato para las mujeres. ¡Qué fregado es ser mujer! Y todavía más cuando se nace en ciertos países.
La mutilación genital femenina, por ejemplo, sigue siendo una práctica común en países de África y Medio Oriente, como un rito de transición hacia la vida adulta y un prerrequisito matrimonial. Este procedimiento se realiza en niñas desde los 5 hasta los 12 años, y consiste en la mutilación total o parcial de los tejidos de sus órganos genitales. Este mero acto de carnicería implica un daño físico, emocional y consecuencias de por vida como periodos irregulares, problemas en la vejiga, infecciones y complicaciones al momento de dar a luz. Según datos de la ONU en la actualidad hay más de 200 millones de niñas y mujeres supervivientes de la mutilación genital femenina y si bien, hoy un tercio tiene menos de probabilidades de ser sometidas a esta práctica, 4,4 millones de niñas en el mundo siguen en riesgo. Tanto las que fueron víctimas como aquellas que pueden serlo, no pidieron pasar por semejante martirio. Su única culpa fue haber nacido mujer en un país donde la cultura y la tradición predomina antes que el respeto y la autonomía.
Si bien, en nuestros países las mujeres no tenemos que usar burkas o debemos padecer la mutilación genital, el panorama no es que sea 100% alentador. Aún existen prejuicios, machismo y maltrato. Ojalá llegue un momento en nuestra historia donde el género no sea razón de discriminación y culpa, donde podamos ser libres y por sobre todo felices.