Hasta el año 2012, el emblemático edificio que está en el centro de la urbe, fue la sede de la cárcel de varones y mujeres de Latacunga, un lugar misterioso con el que aprendimos a convivir con naturalidad pues nuestro barrio colindaba con él.
¿Por qué recordar este lugar? Porque la providencia quiso que quienes no tenían esperanza se cruzaran en la vida de mis padres y este encuentro fortuito cambiaría su existencia para siempre.
Y es que si mi padre era la personificación de la generosidad, mi madre lo era de la compasión. Nunca nos perturbaron los presos ni la cárcel, por el contrario mis padres no eran indiferentes ante el dolor y las penas de los cautivos.
La vida de mi barrio transcurría tan tranquila, y como lo he mencionado en otras ocasiones, todos los vecinos nos teníamos en alta estima, de este modo los guías de la cárcel, también eran parte de esa familia ampliada, recuerdo que saludaban muy gentiles con mi papá y nosotros nos uníamos a él para devolverles el saludo con gran respeto.
Un día distinto
Es así que un día en los ires y venirse de mi hermano con su bicicleta, se encontró con una novedad, había llegado a la cárcel de varones un personaje muy particular, se llamaba Francisco, era alto, educado y muy buen mozo. Una mala decisión hizo que terminara ahí.
La puerta de la cárcel de varones que daba a la Dos de Mayo, estaba escoltada por dos bancas de cemento, en una de ellas de vez en cuando estaba Francisco con su mirada en el infinito, custodiado por un guardia; por alguna extraña razón le permitían salir y respirar un poco de libertad. La curiosidad de mi hermano no tenía límites y con su simpatía habitual, paró la bicicleta frente a la cárcel, y perdiendo el miedo, comenzó a saludarle primero, y luego a preguntar y conversar con el extraño personaje que se fue abriendo con el paso de los días.
Lo cierto es que a pesar de tener pinta de extranjero, era de la capital, era gran maestro de caballos, especialista en motos, había viajado por el mundo entero.
Ese día mi hermano regresó a la casa sin aliento y taciturno nos contaba las historia de aquel hombre, miembro de una impotente familia, que sería huésped temporal de la mole antigua. Mis padres que eran de otro mundo se llenaron de compasión, y sin duda mi mamá ese día comenzó a pedir al Señor por él.
Lejos de amilarse, mi hermano en sus periplos diarios, si estaba Francisco paraba frente a la cárcel, bajaba de su bicicleta y se sentaba a conversar, a contarle sus aventuras, sus travesuras, sus sueños, y por su parte Francisco, le hablaba de la doma de caballos, de las motos. Su amista creció y sin duda el Pancho añoraba aquellos momentos cortos, que le daban ilusión y sentido al monótono encierro.
Un día mi hermano llegó corriendo a la casa y dijo con apremio:
-¡Mamita, el Pancho está haciendo un pastel para los presos y les falta harina!-
Mi mamá sin dudarlo le dio toda la harina y después la mantequilla y luego la vainilla y el Royal… Lo que sea.
Con el tiempo, el Pancho que era un excelente chef se fue adueñando de los fogones de cárcel y por supuesto, cuando la ocasión ameritaba algún ingrediente especial y prohibitivo para la escueta economía del presidio, mi hermano subsanaba la carencia asegurando que mi mamá les enviaría lo que necesitaran, lo que se cumplía cabalmente. Yo que veía los toros de lejos no entendía cómo se “multiplicarían los panes” con tan poca cantidad; pero sucedía lo impensable, el potaje alcanzaba para todos.
Era agosto y mi hermano no estaba en Latacunga, timbraron a la puerta y mi sorpresa fue mayúscula cuando salí para ver quién llamaba con tanta urgencia. Era la primera vez que el Pancho, custodiado por un policía se atrevía a llegar a nuestra puerta de calle, el caso es que a falta del intermediario, se atrevió a venir en persona a pedirle a mi mamá lo necesario para una receta que haría las delicias de los reos. Yo la fui a buscar y ella me pidió con tranquilidad que les haga pasar a preso y guardia para que le expliquen qué necesitaban.
El Pancho era un hombre alto y corpulento y mi mamá, bajita y frágil y él se agachaba para hablarle con respeto y ella le veía y escuchaba como madre, inmediatamente comprendió que aquel hombre muy joven aún, había encontrado una motivación en medio del encierro y había que ayudarle. Por su puesto, salieron con todo lo que necesitaban bajo el brazo.
Ese día mi mamá me dio una lección, su compasión y la grandeza de su corazón misericordioso podían romper cualquier barrera. Ella no veía en Francisco a un preso, veía a un hijo, a un un ser humano que necesitaba apoyo y amor.
Terminé el colegio y me fui a estudiar lejos, a orillas del mar. En mi ausencia habían pasado muchas cosas, cuando regresé en vacaciones me encontré con la sorpresa.
Como el reo acumulaba años de buen comportamiento, mi hermano con la autorización de mis papás había gestionado para que Pancho pudiera almorzar uno que otro día en nuestra casa. Entonces, en una ocasión compartimos la mesa con él, mi papá le decía mijo y mi mamá Francisco, mi hermano Pancho y le contaba sin parar anécdotas infinitas y él se reía lleno de gratitud y añoraba este espacio único e improbable donde se sentía respetado y perdonado a la vez.
Yo les preguntaba a mis papás si no tenían temor, con pocas palabras me respondieron, -Francisco era un ser humano extraordinario que merecía otra oportunidad, pero sobre todo cariño-. Y no se hable más.
Llegó el día feliz en que el Pancho cumplió su condena y llegó a nuestra casa para despedirse de mis padres y de mi hermano. Poco tiempo vivió fuera, regresó a Latacunga, a un lugar donde, en sus palabras, encontró el sentido de la vida.
Los nenitos en la vereda
Y no fue el único caso extraordinario que tuvo epicentro en la casa del arupo florido, aquel donde iniciaba el camino al cielo.
Poco tiempo después mi papá se encontró en la vereda de la cárcel de mujeres con la preciosa imagen de dos niños chiquitos, el uno poco más que un bebé que jugaban tomando sol, un día y otro, un día y otro.
Papá les compraba alguna golosina, les hacía la conversa, les hacía reír, hasta que un día su corazón no pudo más y le preguntó a la jefa de la cárcel si sería posible que le permitieran llevarles a medio día a nuestra casa para que almuercen con mi familia.
Entonces la jefa, muy conmovida trajo a la madre hasta la puerta y la presentó a mi papá, quien muy cordialmente la saludó y le dijo que los pequeñines estaban invitados a almorzar en nuestra mesa, si a ella le parecía bien.
Ante la sorpresa de la señora, la jefa le dijo, -¡Déjeles!, el señor Sandoval y la señora Consuelito son buenos, les han de dar de comer y les han de cuidar-.
Y esa madre impotente en su encierro, confió con lo ojos en el cielo y dando la bendición a sus chiquitos les mandó de la mano con mi papá.
Como ya he dicho, yo estuve fuera algunos años, y como bien dice el refrán popular: “el que se fue a Quito, perdió su banquito”, de ese modo el nenito más chiquito ocupó mi puesto en la mesa todos los días y los dos se hicieron dueños absolutos del amor de mis padres y de mi hermano.
Es así que me quedé sin puesto y no me avergüenza decir que en un arranque de celos lo recuperé y nuestras miradas se cruzaron desafiantes. Cabe decir que si sus ojos negros hubieran tenido filo, yo habría caído herida y de muerte. No cabía duda, no les agradaba en absoluto la intrusa.
Pasaron muchos años, fueron creciendo como miembros de nuestra familia y la condena se cumplió sin contratiempos. Era la hora de regresar a su ciudad natal muy lejos de aquí, pero el chiquito no aceptó otra opción que regresar a Latacunga y trajo a todos los suyos, construyeron una vida feliz y próspera cerca de quienes tanto amaron en esta tierra nuestra.
Cuando murió mi mamá, muchas personas llegaron a nuestra casa para darnos el pésame, sus testimonios y cariño daban cuenta de que habíamos tenido el privilegio de vivir con una persona extraordinaria.
Pero debo destacar primero la presencia de Francisco, que con un sollozo incontrolable y lleno de gratitud recordaba su bondad y capacidad para querer sin límites y sin prejuicios. Su amor aunque en apariencia pequeñito había sido fecundo y capaz de transformar su vida. Así también llegó a la casa aquella madre y sus hijos ya hombres que abrazaron con tanta ternura y devoción a mi padre anciano, colmándole de besos y reconocimiento.
Recordar estos episodios de nuestra vida, llenan mi corazón de esperanza en un mundo mejor, pues soy testigo de que un pequeño acto de amor tiene la fuerza de cambiar vidas y hacer grandes milagros.
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