Colombia ha tomado un curso que, no por repetido, deja de ser peligroso para el futuro democrático del país, que ha mantenido con dificultades, por la robusta institucionalidad estructurada a lo largo de muchos años, con la conservación de un envidiable grado de independencia de funciones dentro del Estado.
Esa independencia ha frenado el proceso de concentración de poderes, convertido en una constante regional cada vez que alguno de los SSXXI han llegado al poder, utilizando las herramientas de la democracia, para acabar desmantelándola, para quedarse con el poder permanentemente. En Ecuador, el “proyecto”, como se denominó al intento de perpetuarse, por 300 años, según expresa declaración de su líder, al estilo de lo que en, su momento, postulara Hitler para su Reich de los “mil años”, que con las justas llegó a 12, dejó en claro la intencionalidad. El presidente Petro, presidente tras una exigua victoria, tuvo un arranque auspicioso, estableciendo alianzas con varios partidos en el Congreso y Senado, pues su bancada era insuficiente para impulsar los cambios ofrecidos en la campaña, requiriendo acuerdos, como en cualquier democracia, para dar gobernabilidad al país.
Desde el Legislativo, se impulsó una reforma profunda al ordenamiento tributario, por la cual el gobierno entrante obtuvo recursos para impulsar programas de corte social, muy postergados por anteriores gobiernos. Los acuerdos, extendidos a la participación de figuras del conservadurismo y liberalismo, tradicionales actores políticos en Colombia, fue decisiva para tranquilizar a mercados y sectores productivos, con lo que se allanaba el camino para una gestión exitosa del gobierno.
Tristemente, ese escenario democrático, con amplia base legislativa, nunca hizo parte del programa político de la izquierda dura, en la que se inscribe Petro, quien se empeñó en radicalizar su gestión en un campo delicado, como es el de salud, gestionada por el sector privado principalmente, a través de seguros médicos.
El empeño presidencial por eliminar ese modelo, para reemplazarlo por uno público, de cuya eficacia se justifican todas las dudas, considerando las experiencias observadas con sistemas públicos de salud en la región. Colombia solo debe mirar a sus vecinos, sobre todo a Venezuela, para darse cuenta del riesgo de un sistema público de salud, un desastre absoluto transformado en espacio para corrupción y negociado de las pandillas gobernantes. Al sur, amplias capas de la población, deben contratar seguros privados adicionales, ante la incuria de la Seguridad Social, convertida en caja chica del gobierno, y de la Salud Pública, verdadera cueva de Ali Baba para negociados y pagos de favores políticos. Insistir en una reforma que ha mostrado su fracaso, revela cuáles son las reales intenciones tras el propósito, y las coincidencias ideológicas evidentes con los regímenes que colapsaron a los sistemas públicos de salud, su clientelización política.
El resultado de la intransigencia petrista por imponer su reforma, olvidó que sus acuerdos parlamentarios, como es normal, no implican carta blanca para el régimen, sino un espacio de discusión seria y técnica, enmarcados en tolerancia y flexibilidad, requisitos básicos en una democracia. El talante autoritario de Petro, que desde su juventud pretendió imponer sus políticas, por la fuerza de las armas incluso, puede más que el, aflorando ante las primeras discrepancias a sus proyectos. Con esta temprana pugna, se rompió un acuerdo parlamentario bien hilvanado. Petro quedó solo, en un voluntarismo que lo revela incapaz de administrar y gobernar el país, dentro del marco legal y constitucional. Primó la polarización, dividiendo al país en una lucha maniquea de buenos y malos.
Petro, ante el importante desgaste de su imagen pública, por los escándalos de su amigo Benedetti, del que no ha podido o querido prescindir, y de la privada, por las “comisiones”, cobradas por su hijo,
aportadas por un narcotraficante en retiro, y un magnate de la contratación pública. Esto disparó las alarmas del financiamiento de la campaña de Petro, detectando el Tribunal Electoral graves irregularidades, un delito electoral que conlleva, no por el Tribunal Electoral, sino por el Legislativo, la posible destitución del presidente. Su respuesta, el polarizar más, promoviendo una movilización popular, se ignora si pacífica, o violenta, en la línea del M19, del que fuera militante en su juventud.
Resulta muy peligroso que el presidente, que debería dar ejemplo de subordinación a la Ley, pretenda situarse por encima de ella, sin que sus acciones sean investigadas por los organismos que, no solo pueden, sino deben. hacerlo, dentro de la institucionalidad. Mucho se habló del nulo talante democrático de Petro al ejercer la alcaldía de Bogotá, pero el país resolvió darle el beneficio de la duda y lo eligió presidente de una democracia, no para desvirtuarla y volverla en la dictadura de esa Venezuela, hoy tan incómoda ante el escandaloso fraude. Cómo se le atraganta decir que sus coidearios son unos delincuentes, y por más malabarismos del Canciller Murillo, es evidente la complicidad con un régimen dictatorial y delincuencial, ya
hasta en la práctica del secuestro, asunto en que los afines a Petro tienen una vasta experiencia. Con un gobierno entrando ya en campaña, se avecinan tiempos complicados en nuestra vecina, que ojalá se resuelvan en los marcos democráticos e institucionales.