Nostalgia de las coladas

Recuerdo mi infancia con nostalgia, alegría, y no puedo negar que también con cierta inquietud. Me intriga saber si alguna de las experiencias que viví en aquel entonces, resultan normales en mi generación.

 Tuve el privilegio de vivir en el campo durante mis primeros 5 años. La mamita Rosa, mi abuelita, tenía que lidiar diariamente con las travesuras, metidas de pata y berrinches; típicos de la primera nieta de la casa. Más de una vez puse en apuros a la abuelita, aquella mujer excepcional de buen carácter, bondad y generosidad, a quien reconocía como mi segunda mamá.

El haber vivido en el campo significó para mí una rutina de contacto directo con el aire limpio, los animales, y las plantas. El tiempo transcurría entorno a las actividades relacionadas al cuidado de las gallinas, vacas, chanchos, ovejas, cuyes y conejos. Mientras que los juegos consistían en una prueba de creatividad para identificar personajes y funciones “extras oficiales” en las piedras, palos, tierra y cualquier otro objeto novedoso que encontrara por encima de la vigilancia de mi abuelita.

Las comidas eran un ritual obligatorio y siempre compuesto por ingredientes frescos, como huevos de campo, leche pura; papas, arvejas y choclos recién cosechados. Sin duda, la vida en el campo resultó para mí, una experiencia grata y deliciosa; aunque debo reconocer que no todo fue un festín de golosinas, también estaban las coladas. No había llanto, berrinche o súplica que me impidieran comer el

plato diario de colada. La abuelita Rosa las preparaba en una gran olla; cada día un sabor distinto, de haba, avena, habilla, arveja, mientras otras veces las alternaba con sopas de quinua, arroz de cebada, morocho de sal o sancocho. Lo admito, cuando niña, tenía resistencia en comer aquellas contundentes sopas; más aún cuando veía el segundo plato que generalmente resultaba arroz con una apetitosa carne. Cerraba los ojos y me llenaba de cucharadas sin saborear, pensando que pronto se terminaría aquel suplicio para así poder comer el arroz.

Pasaron los años y tuve que dejar la casa de la mamita Rosa para vivir en Latacunga, y si bien muchas cosas cambiaron, mis hermanos y yo no nos libramos de sus coladas. Mi mamá memorizó a la perfección todas las recetas y se encargó que en la casa nunca faltara algún tipo de harina o grano seco para prepararlas.

Lo admito, durante mi infancia y adolescencia, las coladas significaron un suplicio. Algo que a mis treinta y tantos años he cambiado de parecer, de hecho, hoy considero que fueron el mayor símbolo de buena alimentación, salud y amor. Quisiera atribuir a aquellos platillos, mi resistencia a enfermarme y a la suerte de nunca haberme roto un hueso, aunque caídas no han faltado. Recuerdo con nostalgia aquellos ingredientes, las rutinas con la familia a la hora de comer y las recetas tradicionales, mientras me inquieta constatar la realidad que viven muchos niños en la actualidad.

Es evidente que los tiempos y las circunstancias son completamente distintos, ahora los más pequeños se adaptan a las nuevas tendencias. Dudo que lidien con las coladas, pero sí creo que hoy en día deben enfrentarse a un verdadero peligro. Los nuevos alimentos “saludables” se disfrazan de colores llamativos, fragancias atractivas y personajes fantásticos. Hoy en día una buena alimentación es un reto debido a la falta de tiempo, el desconocimiento e incluso la notable diferencia de precios. Irónicamente un paquete de galletas resulta más barato y atractivo que una manzana. La obesidad, diabetes y la gastritis, son enfermedades que aparecen cada vez con mayor frecuencia en los niños. Esto es un llamado urgente a analizar cómo es nuestra alimentación y considerar qué cambios oportunos se deben tomar para una buena salud. Quizá debamos volver a la época de las coladas.

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